Black Mirror es un show, un museo, una prisión, una obra de arte y un videojuego sin discontinuidad entre el exterior y el interior, el yo y el otro, lo orgánico y lo inorgánico. Este es el mundo que habitamos, donde la tecnología, los algoritmos, la inteligencia artificial y las redes sociales prevalecen sobre los individuos, aniquilando la autonomía y la racionalidad sobre las que se fundó la cultura moderna. La sociedad del futuro que describe la serie británica con premoniciones sombrías y visionarias expresa de forma paroxística lo que ya estamos viviendo: la distopía en nuestro cotidiano. Es ciencia ficción más real que la realidad. Un examen en profundidad de la misma nos permite no sólo vislumbrar la naturaleza catastrófica de nuestro tiempo, sino sobre todo comprender lo que está resurgiendo de las cenizas del humanismo y de Occidente: troll, sexting, revenge porn, cancel culture, predictive analytics y los sustitutos de lo humano. Estamos en el corazón de la tragedia, pero algo resiste, nace y prolifera entre los fragmentos del pasado. Nos guste o no, la criatura de Charlie Brooker, verdadera obra